viernes, 3 de agosto de 2012

Longitudes de verano




Llegan los calores de julio y por una especie de reflejo condicionado se me despierta la apetencia por las ficciones de mucho calado y larga duración. Durante el resto del año, la gula lectora está más influida por las obligaciones, aunque nunca hasta el extremo de forzarme a terminar un libro que no me guste mucho. Hay muchos más libros buenos de los que uno tendrá ocasión de leer en su vida, de modo que no queda tiempo para leer libros malos. Pero como los libros pueden ser muy buenos de muchas maneras diferentes, no hay obligación de leer ninguno que no resulte apasionante. Cualquier lector con afición y cierta experiencia está capacitado para leer cualquier novela. Pero uno va cambiando mucho a lo largo de la vida, y lo que le gustó mucho en una época puede dejarlo indiferente o incluso volvérsele detestable, del mismo modo que la gran novela que lo venció de aburrimiento o simplemente no despertó la llama de la curiosidad puede abrírsele como por sorpresa y ya para siempre en una futura tentativa. Sobre gustos no hay nada escrito: el sentido de la expresión creo que es que en ese ámbito tan privado del gusto no manda nadie, o no lo afecta ninguna legislación exterior. Reivindico, por cierto, el verbo gustar, con su connotación sensorial y caprichosa, por encima de ese otro que circula entre la gente más o menos conectada con la literatura, “interesar”, que suena como a un juicio más experto, elaborado con el desapego de una evaluación técnica, como si quien lo usa no descendiera a la vulgaridad primaria del disfrute. Como si al tomarse uno una cerveza fresca dijera:
—Me ha interesado mucho esta cerveza.
A lo largo del año me atraen y me gustan o me disgustan o me aburren o me entusiasman libros muy distintos, no principalmente de ficción, libros de historia o de divulgación científica o de música o de puro chisme biográfico. Pero es llegar el verano y esa promiscuidad lectora deja paso al alimento casi único de la novela: la novela larga y complicada, la novela que le exige a uno que se quede a vivir en ella, la que es como una casa de hondas habitaciones retiradas y como un viaje, como una de aquellas travesías antiguas que duraban semanas, como los viajes definitivos de los que precisamente tratan algunas de esas mismas novelas: el tránsito hacia la India de E. M. Forster, el viaje del Pequod, los siete años de retiro del joven Hans Castorp en La montaña mágica, el eterno viaje en tren a Siberia en medio del caos de los primeros tiempos de la revolución que es la espina dorsal de Doctor Zhivago, el del desdichado Lord Jim hasta los límites de la ignominia y la redención.
El calor y las novelas. La vagancia y las novelas. La lectura de novelas como la perfección de la vagancia. La literatura de evasión de máxima categoría. De un modo u otro, el tiempo se apacigua en verano, y aunque haya que trabajar parece que las obligaciones son menos agobiantes. En ese estado de espíritu, la gran novela despliega sus atractivos más seductores, y solo a través de la seducción ejerce sus efectos la literatura: la posibilidad de habitar temporalmente, conjeturalmente, en un mundo paralelo al de la realidad cotidiana, y de experimentar en él otras vidas que son ajenas a la nuestra pero que en su peculiar extrañeza se nos vuelven familiares. Se trata de un ejercicio intelectual de una sofisticación extraordinaria, y sin embargo está al alcance de cualquiera, y es tan propio de nuestra condición que los mayores expertos en él son los niños: jugar plenamente a algo, o a ser alguien, y hacerlo con toda convicción y a la vez sabiendo que se trata de un juego; saber que Jay Gatsby o Don Quijote o Yuri Zhivago o el Jim de Conrad no existen ni han existido nunca, y a la vez sentir una pena inmensa al leer sobre su muerte. Ahora parece —al menos así lo creen los directivos de los periódicos españoles, más todavía en verano— que la capacidad de atención es muy limitada, muy fragmentaria: las novelas proponen el desafío y la recompensa de una atención que se mantiene alerta a lo largo del tiempo, de un placer que es más profundo precisamente porque no se agota en la fruición instantánea. Y para otra epidemia contemporánea, la hipertrofia del yo, las novelas contienen el remedio magnífico de la inmersión en otras vidas, y por tanto un alivio temporal de la obsesión por uno mismo, por el registro de cada ínfima apetencia o rechazo, de cada uno de los me gusta y no me gusta que parece obligatorio estar anunciando en público a cada momento.
El tiempo que las novelas exigen lo devuelven colmado: en unas horas de lectura, el tiempo se dilata abarcando años, vidas enteras. También exigen soledad, y también la devuelven, fortalecida y habitada. Sin soledad no hay lectura verdadera: sin una confrontación con las palabras escritas en la que no cabe nadie más, ni la opinión de otros lectores, ni los juicios de la crítica, ni el deseo de parecerse a otros o distinguirse de otros. Estar tranquilamente “a solas, sin testigo” (Fray Luis de León) con una cierta frecuencia es un lujo de primera necesidad que, sin embargo, se vuelve cada vez más raro. Por eso irritan tanto esos subrayados del Kindle que le informan a uno del número de lectores que han destacado una cierta frase en un texto electrónico. No quiero saber a cuántas personas les gusta o les disgusta la misma frase que a mí. No me hace ninguna falta transmitir instantáneamente mi reacción afirmativa o negativa a la opinión de un novelista o a las peripecias de un personaje. No quiero ser parte del grupo de los que tienen en común una cierta novela. “Vivir quiero conmigo”, dice también Fray Luis. Quiero leer la novela yo solo. Quiero vivir en ella como en una isla o en una casa, ni siquiera eso, como en una habitación en la que mientras me apetezca no quiero que entre nadie más.
Porque muchas de ellas son de dominio público, los fabricantes de lectores electrónicos regalan esas novelas: pero cualquier texto, más aún si es clásico, ha de ser editado y fijado, y los que están escritos en otra lengua se deben traducir de nuevo cada cierto tiempo, y desde luego del idioma original, no de otra traducción, como hasta hace no mucho ha sido normal en España, por ejemplo, con la literatura rusa. Si hay que vivir en una novela, que sea en las mejores condiciones. El verano pasado, nada más empezar el calor, busqué refugio en Doctor Zhivago, tan bellamente traducido por Marta Rebón. Como estoy leyendo una biografía de Joyce, me tienta mucho este verano regresar a Ulysses. Pero por lo pronto llevo conmigo, casi intacta, recién comenzada, una edición de bolsillo de La cartuja de Parma: una promesa de felicidad, por decirlo con las palabras del propio Stendhal.
antoniomuñozmolina.es/

miércoles, 25 de julio de 2012

Sobre la enseñanza y aprendizaje del vocabulario (III)


http://www.aprendoconlacalesa.es/sobre-la-ensenanza-y-aprendizaje-del-vocabulario-iii/



Sobre la enseñanza y aprendizaje del vocabulario (III)

La importancia del lenguaje oral a que se hayan expuestos los alumnos para el aprendizaje del vocabulario
En el post anterior habíamos señalado que  existen dos modos de aprender el vocabulario: el aprendizaje incidental  (por medio del lenguaje oral y escrito al que estamos expuestos) y el aprendizaje sistemático (a través de la enseñanza intencionada de un vocabulario previamente seleccionado). También afirmamos en él que ambos planteamientos son compatibles y deben ser complementarios.
En este post, intentaremos responder a esta pregunta: ¿Qué puede hacerse en el ámbito del aula para que el lenguaje oral que se produce en ella tenga la calidad suficiente para influir positivamente en el aprendizaje del vocabulario de los alumnos?
Antes de responder a esta pregunta, conviene que reflexionemos sobre la diferencia entre vocabulario oral y vocabulario escrito. Tener presente esa diferencia nos ayudará a plantear de manera reflexiva y consciente las dos vías disponibles (el lenguaje oral y el lenguaje escrito) en la enseñanza del vocabulario.
Se ha pensado que las dos vías de exposición al lenguaje (oral y escrita) son equivalentes en el aprendizaje del vocabulario. En cambio, un importante cuerpo de investigación sobre las frecuencias de los vocablos en ambos tipos de lenguaje, oral y escrito, ha permitido conocer  la desigual densidad léxica de ambos, a favor de la modalidad escrita (Cunningham, 2005). En una investigación de 1988, Hayes y Ahrens  analizaron la distribución estadística de vocablos en diferentes medios de expresión escrita (artículos científicos, periódicos, revistas, libros preescolares e infantiles) y oral (transcripciones de programas infantiles y de adultos de TV, conversaciones diversas). Los vocablos utilizados en estos textos fueron ordenados según la frecuencia con que aparecieron en los diversos contextos estudiados. Lo que descubrieron es que en los textos orales siempre había menos vocablos infrecuentes (“raros”) que en los escritos. Incluso en los libros infantiles, aparecían muchos más  vocablos poco usuales (“raros”) que en cualquier programa de televisión. Las necesidades del hablante son diferentes de las del escritor. El hablante debe recuperar inmediatamente los vocablos que necesita para expresarse si quiere mantener una conversación fluida. El escritor, en cambio, dispone de todo el tiempo deseado para construir su mensaje escrito. Esta es la razón por la que la expresión oral se construye con un vocabulario muy usual, y la expresión escrita, con vocablos  menos frecuentes. Por otra parte, los elementos comunicativos complementarios de que dispone el lenguaje oral (expresión facial, lenguaje corporal, postura, gestos) hacen menos exigente la utilización de otros vocablos menos usuales que son imprescindibles en la comunicación escrita para que el lector comprenda cabalmente el mensaje que se le dirige.
Ahora podríamos preguntarnos: ¿Cómo es el lenguaje oral que tiene lugar en el aula? ¿Cuida la inclusión sistemática de un vocabulario rico y preciso? ¿Intenta mejorar, cuando proceda, las limitaciones expresivas de los alumnos utilizando la vía oral del aprendizaje del vocabulario? ¿Existen algunas orientaciones útiles para plantear y desarrollar la vía oral de acceso al aprendizaje del vocabulario? Sí. Las ofrecemos a continuación.
En la mejora del vocabulario  a través de la escucha, el profesor  tiene una herramienta poderosa: el vocabulario que usa en clase (Graves, 2009). En cualquier nivel educativo, es de gran valor hacer un deliberado esfuerzo para incluir palabras nuevas y retadoras (ricas y cultas) en los intercambios con los alumnos.
Una fuente importante para crear un ambiente verbal rico en vocablos es el propio lenguaje del profesor (Beck, McKeown y Kucan, 2002). El profesor debe estar alerta a las oportunidades que le permitan  usar vocablos de calidad en las situaciones comunicativas cotidianas. La clase debe ser  el ambiente verbal en el que los alumnos se encuentren cada día con un lenguaje de calidad. Los profesores, con su uso cualificado del lenguaje oral, deben perseguir que sus alumnos se acostumbren a escuchar palabras que no conocen, palabras que están más allá de su conocimiento habitual. Para ello, los profesores deben ser sensibles a los vocablos de calidad y compartir este interés con sus alumnos. Para que esto ocurra, el profesor debe estar alerta a los vocablos que escucha fuera de la escuela (en los diferentes medios de comunicación) relacionados con acontecimientos de la comunidad, la ciudad… En su práctico libro Bringing Words to Life, Beck, McKeown y Kucan  aportan ideas muy útiles, algunas de las cuales exponemos:
-          Utilizar el bulletin board (tablón de anuncios de la clase) para ir escribiendo esos vocablos de calidad que usa estratégicamente el profesor.
-          Tener una clase “llena de vocablos”. Esto significa hacer un uso frecuente de las palabras que han sido ofrecidas, enseñadas y aprovechar todas las oportunidades para añadir palabras al ambiente de los estudiantes, “regar la clase con nuevas palabras”.
-          Hay que conseguir que los alumnos estén siempre alerta a las palabras y al uso de las mismas.
-          Un buen comienzo para crear un rico ambiente verbal es llamar la atención de los alumnos (hacerlos conscientes) sobre la importancia de las palabras. Un modo de estimular esta atención es influir en ellos para que se den cuenta del uso fuera de la clase de esos vocablos que estudian dentro de ella. Un ejemplo de esta actividad es lo que estas autoras llaman La carta o gráfico del mago de las palabras (Word Wizard chart), en la que se registran y premian  las palabras estudiadas en clase que cada alumno ha sido capaz de detectar fuera de ella (en televisión, periódicos, revistas, en la radio, en la calle o en la familia).
-          Invitar al alumnado a que en sus exposiciones y discusiones utilice estos vocablos.
-          Otro recurso útil: los alumnos proponen vocablos nuevos escuchados fuera de la clase como candidatos para extender el vocabulario; los depositan en una Caja de Sugerencias(Sugestion Box) que el profesor abre periódicamente  y todos deciden su incorporación al programa de vocabulario.
Existen otras actividades que el lector puede inventar para estimular la conciencia de las palabras poco familiares, y más ricas y precisas, que han de ser introducidas por el profesorado en el marco del lenguaje oral del que es el principal protagonista. En todo caso, una referencia obligada es la utilización de vocablos que se usan frecuentemente por parte de hablantes maduros en distintos contextos. De ello hablaremos en el próximo post.
BIBLIOGRAFÍA
Beck., I.L., McKeown, M.G. y Kucan, L. (2002) Bringing Words to Life. Robust Vocabulary Instruction. The Guilford Press. New York/London.
Cunningham, A. E. (2005). Vocabulary Growth through Independent Reading and Reading Aloud to Children. En Hiebert, E.H. y Kamil, M.L., eds. (2005). Teaching and Learning Vocabulary. Bringing Research to Practice. Lawrence Erlbaum Associates.
Graves, M.F. (2009) Teaching Individual Words. Teachers College Press and International Reading Association.
Hayes, D.P. y Ahrens, M. (1988) Vocabulary simplification for children: A special case of “motherese”? Journal of Child Language, 15, 395-410.
 Jesús Pérez González